Me llamo Isidora Miranda, nombre puesto por mi mamá cuando mi padre quiso ponerme el suyo en femenino, apellido también materno. Tengo 23 años, nací en Santiago pero desde mis 7 años vivo en Iquique, la pampa me identifica. Mi mamá me crió sola, aunque no se considere feminista, lo es más de lo que cree. Juntas hemos tratado de resolver las heridas que vienen de generaciones atrás marcadas por roles de tragedia. Trato de no verlo de esa forma ya, a pesar de ser muy sensible y sobre pensar. Crecí y mi papá nos abortó, crecí y yo lo aborté a él y a mi familia en general.
Me gusta ser de una línea y limpia con mis convicciones. Eso me acercó al feminismo: no transar con agresores como lo hacía mi familia, me di cuenta de que por más que intentara, nunca me reconocerían como a mis compañeros hombres. Veía a las mujeres en mi vida llorar por el abandono, los moretones, los abortos de los que se hicieron cargo siendo niñas, maternando adultos. Entrar al feminismo era un curso natural de la lógica para mí, como he vivido quiero cambiar. Así me cambié de casa, amistades y colegios un montón de veces, dependí más de lo que debía de algunas personas y traicionaron mi confianza en más de una ocasión.
Soy una cifra. Me di cuenta de que viví violencia sexual y necesitaba refugio, en la universidad analizaba después de las clases con mis compañeras que algunas cosas no eran normales en una relación que tanto idealicé. De repente me pesaron los estigmas, la culpa, el llanto, vómito, asco y rabia. Parte de mí se quedó llorando en una micro 1B que bajaba de Hospicio a Iquique, sin donde ir, con 17 años, aún trato de cerrar heridas. No sé si alguna vez lo logre del todo, pero donde menos las siento es con mis compañeras de lucha. Por eso hoy sigo peleando con los estigmas que revolotean en cada programa morboso, con mi mente también y con la sociedad aún más.
Hoy soy psicóloga, me dedico a sensibilizar para evitar dolores que sentí. No imagino la ausencia. Aquí sigo y estaré siempre.